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Había una vez...Un cuento, un mito y una leyenda  

Había una vez...Un cuento, un mito y una leyenda

Author: Juan David Betancur Fernandez

Language: es

Genres: History, Kids & Family, Stories for Kids

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717. El cuenco de Aceite
Episode 44
Monday, 24 November, 2025

Hacer click aquí para enviar sus comentarios a este cuento.Juan David Betancur Fernandezelnarradororal@gmail.comHabía una vez un reino donde la más pequeña de las ofensas era castigada duramente. Aquel día el sol del mediodía caía a plomo sobre la ciudad, convirtiendo los adoquines en una parrilla ardiente que  hacia aún más caliente el esfuerzo de caminar. Y sobre ella iba a  caminar un recluso.  Al recluso, demacrado por meses de oscuridad en el calabozo, la luz le hería los ojos, pero no podía parpadear. No se lo permitía el terror.Sobre su coronilla afeitada descansaba un cuenco de porcelana solida y fría. Dentro de este recipiente había un aceite dorado y denso que colmaba la vasija hasta desafiar las leyes de la física; el líquido en su superficie formaba una curva convexa sobre el borde, era un menisco tembloroso que amenazaba con romperse ante el suspiro más leve o al movimiento más levemente desincronizado—Recuerda —susurró el verdugo a su espalda con su voz grave y seca como el polvo del camino. Una  sola gota de aceite. Solo una mancha en tu frente, y mi espada cortará tu cuello antes de que el aceite toque tus cejas.Comenzaron la marcha. Y el recluso sabía que su vida dependía de aquella cruel marcha. Debía llegar al otro lado de la ciudad sin derramar ni una sola gota de aceite. El primer desafío fue el propio cuerpo del recluso. Sus músculos, atrofiados por el encierro, gritaban ante la rigidez forzada. Tenía que deslizarse, no caminar. Cada paso debía ser una danza de amortiguación, rodillas flexionadas, cuello rígido como una viga de hierro, la mirada clavada en un punto fijo en la nada. Detrás, el golpe rítmico de las botas del verdugo y el siseo del acero al rozar la vaina servían de metrónomo macabro.Entraron en el mercado de las especias. La primera tentación fue olfativa. Nubes de azafrán, de ajo, de comino, de carne asada y de pan fresco golpearon su rostro. Su estómago, vacío durante días, rugió con violencia, una convulsión interna que hizo vibrar su columna vertebral. El aceite osciló peligrosamente. El recluso apretó los dientes hasta que le dolieron las encías, ignorando el hambre, ignorando el aroma a pan recién horneado que parecía llamarlo por su nombre. Apreto su conciencia en lo que hacia y Siguió adelante.Luego vino el caos sonoro. Un comerciante tropezó y una bolsa de monedas de oro se rompió a los pies del prisionero. El tintineo del metal precioso rodando por las piedras fue hipnótico. La gente se abalanzó gritando, empujándose para rapiñar el botín. Un niño pasó rozando su pierna. El instinto humano de mirar hacia abajo, de ver la riqueza, de protegerse del tumulto, fue casi insoportable. Sintió el aliento frío del verdugo en su nuca, una advertencia silenciosa. El recluso fijó la vista en el horizonte, convirtiéndose en una estatua que camina, sordo a la codicia.Atravesaron la plaza de los herreros, donde el calor era infernal y las chispas volaban. Una brasa diminuta que salto de una de aquellas fraguas  aterrizó en su hombro desnudo. La piel siseó. El dolor fue agudo, punzante. Todo su ser quería sacudirse, gritar, saltar. Pero el miedo a la espada era mayor que el fuego. Soportó la quemadura, dejando que el olor de su propia piel chamuscada se mezclara con el del aceite que seguía, milagrosamente, en su sitio.Y entonces, llegaron al centro de la ciudad.El aire cambió de repente. El hedor a sudor y bestias desapareció, reemplazado por una fragancia embriagadora de jazmín y agua de rosas.Allí sonaban los tambores. Un ritmo sensual, profundo, que resonaba en el pecho. Eran las bailarinas imperiales, famosas en todo el reino por una belleza que, según decían, podía detener corazones.Entraron en su campo de visión periférica. Eran remolinos de seda

 

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